Las becas, como inversión
El ministro de Educación, José Ignacio Wert, compareció ayer en el Congreso para explicar los cambios de criterio en la concesión de becas, tal como adelantó LA RAZÓN, que regirán en el próximo curso escolar. Además del importe previsto por el Gobierno para estas ayudas, el más alto nunca presupuestado –unos 1.400 millones de euros, es decir, un incremento del 20%– , lo fundamental es que se corrige una percepción errónea sobre la naturaleza y los objetivos de un aspecto de la política educativa española, desdibujado hasta el extremo por una ideología igualitarista, muy cara a la demagogia de la izquierda, pero que poco tiene que ver con la auténtica igualdad de oportunidades. Las becas, en especial las universitarias, no pueden ser una limosna ni una asistencia social. Por el contrario, representan una de las inversiones con mayor trascendencia para el desarrollo futuro de la nación. La sociedad, consciente del valor que tiene la educación superior de sus ciudadanos; consciente, así mismo, de que para alcanzar esa formación no debe ser un impedimento la falta de recursos económicos, hace un esfuerzo notable para que ningún joven vea frustradas sus aspiraciones. En justa retribución, la sociedad está legitimada para exigir a los beneficiarios que ese esfuerzo no sea baldío. La experiencia de las últimas décadas muestra que una buena parte de la inversión se pierde en el abandono temprano de la Universidad, por mucho que se hayan rebajado las exigencias de rendimiento académico, lo que, por otra parte, no es más que un reflejo del tremendo nivel de fracaso escolar que padecemos, puesto que un tercio de nuestros escolares son incapaces de terminar la enseñanza obligatoria. Es preciso, pues, inculcar en el ánimo de los jóvenes españoles, y no sólo entre los que precisan más ayuda, la responsabilidad que contraen con una sociedad que dedica buena parte de sus recursos a proporcionales los conocimientos y los medios que les harán prosperar en su vida. Mientras que en otros países de nuestro entorno la educación universitaria es un privilegio, en España se corre el riesgo de caer en el extremo contrario: el de la banalización. El planteamiento que hizo ayer el ministro José IgnacioWert, ante los oídos sordos de una oposición que parece agarrada al espantajo de la utopía y el espejismo, no puede ser más correcto. El Estado garantiza la igualdad de oportunidades y, al mismo tiempo, exige la corresponsabilidad en el esfuerzo. Y ha establecido unos baremos razonables, ajustados a las dificultades intrínsecas de cada carrera universitaria –puesto que no es lo mismo una ingeniería que una licenciatura de Letras–, y con unas modificaciones que buscan, precisamente, premiar la excelencia: a menor renta y mejor rendimiento académico, mayor cuantía de la beca. Es lo justo.
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