Tras la finalización de la carrera por el Polo Sur con la conquista de
Roald Amundsen, Shackleton centró su atención en lo que él llamó el último gran objetivo de los viajes en la Antártida: cruzar el continente helado de punta a punta a través del polo. Para este fin hizo los preparativos de lo que acabaría llamándose
Expedición Imperial Transantártica (1914-1917). Sin embargo, la mala suerte se cebó con la empresa cuando su barco, el
Endurance, quedó atrapado en una
banquisa de hielo y fue aplastado lentamente. A esta desgracia siguieron una serie de hazañas de los exploradores y una escapada final del hielo sin pérdida de vidas que otorgó a Shackleton un estatus heroico. Pretendió volver a la Antártida en 1921 con la
Expedición Shackleton–Rowett, destinada a llevar a cabo un programa de actividades científicas y exploratorias. Sin embargo, antes de que la expedición pudiera comenzar sus trabajos Ernest Shackleton murió de un ataque al corazón mientras su barco, el
Quest, estaba amarrado en las
islas Georgias del Sur. Fue enterrado allí por deseo de su esposa.
Más allá de sus expediciones, Shackleton llevó una existencia inquieta e insatisfecha. En su empeño por hacer fortuna puso en marcha numerosos negocios y otros proyectos, ninguno de los cuales prosperó. Sus asuntos financieros nunca fueron bien gestionados y murió muy endeudado. Tras su fallecimiento la prensa lo ensalzó, pero pronto su recuerdo cayó en el olvido mientras la reputación heroica de su rival Robert Scott permanecía en lo más alto durante décadas. Shackleton fue «redescubierto» a fines del siglo XX y pronto se convirtió en una figura de culto y un modelo de liderazgo a seguir como alguien que, en circunstancias extremas, mantuvo unido a su equipo en una historia de supervivencia descrita por la historiadora Stephanie Barczewski como «increíble».
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